Y cuando ellos
iban en busca del Maestro, vieron con asombro y gran regocijo que Cristo ya venía
hacia ellos, sabiendo que ellos, urgentemente, lo necesitaban. Cristo les
saludaba: La paz sea con vosotros, y les dijo: ya conozco la causa del por qué
me buscáis.
Ellos arrojándose
a sus pies respondieron: Maestro, sánanos de los intensos dolores tan
persistentes que con nada se nos quitan, haciéndonos sufrir, horriblemente.
Cristo les
contestó por medio de parábolas, que ellos escuchaban atentamente, y quedaban
atónitos de su sabiduría.
Les decía:
vosotros sois como el hijo pródigo, que por muchos años abusó de la paciencia
de su padre. Faltó a sus más sagradas obligaciones y deberes, porque en vez de
trabajar, prefería divertirse en festines y libertinajes, en alegre compañía de
amigas y amigos, comiendo y bebiendo y divirtiéndose todos a su costa.
Y sin conocimiento
del padre incurría en deudas, pidiendo dinero prestado que despilfarraba con su
alegre comparsa.
Los usureros
con buena voluntad le prestaban dinero, porque su padre era rico y siempre, con
buena voluntad y paciencia, cancelaba las deudas de su hijo.
El padre, en
vano, con buenas y persuasivas palabras amonestaba a su hijo, mas este siempre
prometía mejorar su conducta, pero seguía de mal en peor. Inútilmente, el padre
lo seguía amonestando que deje su vida libertina y licenciosa y lo ayude en sus
trabajos del campo, vigilando a los obreros en sus faenas. Siempre el hijo
prometía enmendarse y el padre cancelaba sus nuevas deudas. Pero enseguida
reincidía en sus vicios, faltando a la promesa de enmendarse que había hecho a
su padre. Y así por siete años seguía la vida licenciosa.
Pero al fin el
padre se cansó. Perdió la paciencia y no pagó más las deudas de los usureros.
Se decía: <Si sigo pagando siempre, pierdo mi dinero y mi hijo; si me niego
a pagar, gano a los dos>.
Luego los
usureros al verse defraudados en su esperanza, llevaron al hijo al juez, el
cual lo entregó a ellos como esclavo, para que con su trabajo, durante siete
años, pagara la deuda. Tan severa era la
Ley y costumbre en aquellos tiempos. Con esto terminó la vida
licenciosa del hijo tunante.
Desde la
salida hasta la puesta del Sol fue obligado a trabajar duramente, a remover la
tierra, a labrarla, regarla y sembrarla. Ahora, por primera vez en su vida tenía
que ganarse el pan con el sudor de la frente. No acostumbrado a estos duros
trabajos, luego los músculos de sus brazos le flaqueaban y le dolían. En las
manos se le formaron duros callos y también en la planta de los pies. Por
primera vez en su vida sentía hambre, porque sólo pan y agua era su alimento.
Después de
siete días de tan dura labor dijo a su amo, que más bien era su verdugo: <Ya
no puedo soportar más tan dura faena, porque no estoy acostumbrado a ella.
Mira, mis manos están llenas de callos que me impiden tomar el azadón; mis pies
están hinchados y con dolorosos callos en sus plantas que me impiden caminar.
Mis fuerzas están agotadas, estoy hecho una piltrafa humana. Ten compasión
conmigo, no me atormentes más>.
Sin embargo,
el amo le contestó duramente y sin miramientos, diciendo: <Cuando hayas cumplido
siete años en mi servicio satisfactoriamente, habrás cancelado la deuda y
entonces quedarás libres. ¡Y ahora a trabajar!>.
Y el hijo
regalón, entre súplicas y lágrimas respondió: <A duras penas pude soportar
estos siete días y ya estoy abatido y sin fuerzas por la fatiga del
desacostumbrado trabajo. Ten piedad de mí; mis manos están llenas de callos
sangrantes, mis pies hinchados y no me permiten andar>.
Pero el
inflexible usurero, sin compasión, lo apuraba más aun diciendo: <Si siete
años desperdiciaste en desenfrenadas diversiones de día y de noche, haciendo
grandes deudas, ahora también debes trabajar siete años para pagar esas deudas.
No te perdonaré hasta que me hayas cancelado con tu trabajo el último dracma>.
Como el
verdugo amenazaba hasta con azotes y latigazos en el caso de negarse a
trabajar, al hijo pródigo no le quedó otro recurso que obedecer y seguir su
duro trabajo forzado.
Debido a su
extrema debilidad no soportó más el duro trabajo y entonces tomó una resolución
extrema, la de ir a pedir perdón a su padre y reconciliarse con él. Tambaleante
llegó hasta el padre y, arrojándose a sus pies, le suplicó: <Padre mío, perdóname
por última vez mis ofensas hechas contra ti. Te juro que, desde ahora, seré un
hijo modelo, hijo bueno, porque reconozco mi error. Padre amado, sálvame de mis
verdugos>.
Pero el severo
padre nada respondía. Desconfiaba de sus promesas. Tantas que no había
cumplido.
Entonces el
hijo con más insistencia le suplicaba entre lágrimas amargas, diciendo:
<Padre mío, no endurezcáis vuestro corazón, mirad mis callos sangrantes, de
la guadaña y de la hoz. Mirad mis pies hinchados con duros callos; compadeceos
de vuestro hijo arrepentido>.
Esta sincera súplica
de su hijo ablandó el corazón del padre. Sus ojos se humedecieron de dulces lágrimas
de alegría y levantando a su hijo, lo abrazó tiernamente diciendo: <Regocijémonos,
porque me has traído hoy una gran alegría, he encontrado a mi querido hijo que
se había perdido>.
Y vistió a su
hijo con sus mejores galas y todo el día hubo fiesta y reinaba gran alegría en
la casa paterna.
Al día
siguiente el padre dio una bolsa de plata al hijo para que fuera a cancelar la
deuda del usurero y así quedar libre de la obligación de servirle como esclavo.
Al regresar el
hijo, le dijo su padre: <ves, hijo mío, qué fácil es incurrir en deudas
durante siete años, viviendo una vida licenciosas y deshonesta; y qué difícil
es cancelar esta deuda con el trabajo personal durante siete años de trabajos
forzados>.
<Es cierto,
padre mío, porque a duras penas y sólo durante siete días pude soportar tan
pesadas faenas>.
<Hijo mío,
por esta sola y última vez he permitido pagar tu deuda en solo siete días, en
vez de pagar tú, durante siente años. El resto te he perdonado, a condición de
que dejes para siempre la vida licenciosa y no contraigas más deudas>.
Y el Divino
Maestro siguió diciendo: En verdad os digo, sólo el padre y nadie más puede
perdonar los pecados de sus hijos y siempre que ellos, con profundo
arrepentimiento y remordimiento por haber pecado, le pidan perdón haciendo
actos de contrición en su corazón y tomen el firme propósito de no reincidir en
el vicio.
<Hijo mío,
dijo el padre, si yo no te perdonara habrías sido obligado a trabajar duramente
en trabajos forzados como esclavo durante siete años, según manda la ley>.
Respondió el
hijo: <Padre mío, te agradezco profundamente tu buen corazón al perdonarme,
y te prometo ser, en el futuro, un buen hijo modelo, respetuoso de tus
mandamientos. Nunca más incurriré en deudas, ya que he probado en carne propia,
cuán difícil es pagarlas>.
Y el hijo
cumplió con sus buenos propósitos, pues dejó sus vicios y se dedicó de lleno a
ayudar a su padre en sus obras y faenas de campo.
Y cuando el
padre vio que su hijo cumplía ampliamente la solemne promesa y se portaba como
un buen hijo durante numerosos años, haciendo prosperar la hacienda, se la
entregó en heredad, con todas sus tierras, herramientas, casas y animales.
Y cuando el
hijo, ya dueño de la hacienda, revisaba las cuentas pendientes de los deudores,
las perdonaba a aquellos que no podían pagarlas, pues, recordaba que, también a
él, le había sido perdonada una deuda cuando no la podía pagar.
Y tal como el
padre carnal, así también el Padre Celestial bendijo a este buen hijo, concediéndole
una larga vida, una buena salud, una digna esposa, muchos y buenos hijos y una
abundante fortuna, gozando de una paz inefable y de felicidad hasta una
avanzada vejez y todo esto, como premio por haberse regenerado y por el buen
trato que daba a su personal, a sus animales y hasta a las avecillas del cielo.