domingo, 25 de agosto de 2013

Capítulo 15: Cristo enseña con la maravillosa parábola del hijo pródigo



Cristo enseña con la maravillosa parábola del hijo pródigo.

Y cuando ellos iban en busca del Maestro, vieron con asombro y gran regocijo que Cristo ya venía hacia ellos, sabiendo que ellos, urgentemente, lo necesitaban. Cristo les saludaba: La paz sea con vosotros, y les dijo: ya conozco la causa del por qué me buscáis.
Ellos arrojándose a sus pies respondieron: Maestro, sánanos de los intensos dolores tan persistentes que con nada se nos quitan, haciéndonos sufrir, horriblemente.
Cristo les contestó por medio de parábolas, que ellos escuchaban atentamente, y quedaban atónitos de su sabiduría.
Les decía: vosotros sois como el hijo pródigo, que por muchos años abusó de la paciencia de su padre. Faltó a sus más sagradas obligaciones y deberes, porque en vez de trabajar, prefería divertirse en festines y libertinajes, en alegre compañía de amigas y amigos, comiendo y bebiendo y divirtiéndose todos a su costa.
Y sin conocimiento del padre incurría en deudas, pidiendo dinero prestado que despilfarraba con su alegre comparsa.
Los usureros con buena voluntad le prestaban dinero, porque su padre era rico y siempre, con buena voluntad y paciencia, cancelaba las deudas de su hijo.
El padre, en vano, con buenas y persuasivas palabras amonestaba a su hijo, mas este siempre prometía mejorar su conducta, pero seguía de mal en peor. Inútilmente, el padre lo seguía amonestando que deje su vida libertina y licenciosa y lo ayude en sus trabajos del campo, vigilando a los obreros en sus faenas. Siempre el hijo prometía enmendarse y el padre cancelaba sus nuevas deudas. Pero enseguida reincidía en sus vicios, faltando a la promesa de enmendarse que había hecho a su padre. Y así por siete años seguía la vida licenciosa.
Pero al fin el padre se cansó. Perdió la paciencia y no pagó más las deudas de los usureros. Se decía: <Si sigo pagando siempre, pierdo mi dinero y mi hijo; si me niego a pagar, gano a los dos>.
Luego los usureros al verse defraudados en su esperanza, llevaron al hijo al juez, el cual lo entregó a ellos como esclavo, para que con su trabajo, durante siete años, pagara la deuda. Tan severa era la Ley y costumbre en aquellos tiempos. Con esto terminó la vida licenciosa del hijo tunante.
Desde la salida hasta la puesta del Sol fue obligado a trabajar duramente, a remover la tierra, a labrarla, regarla y sembrarla. Ahora, por primera vez en su vida tenía que ganarse el pan con el sudor de la frente. No acostumbrado a estos duros trabajos, luego los músculos de sus brazos le flaqueaban y le dolían. En las manos se le formaron duros callos y también en la planta de los pies. Por primera vez en su vida sentía hambre, porque sólo pan y agua era su alimento.
Después de siete días de tan dura labor dijo a su amo, que más bien era su verdugo: <Ya no puedo soportar más tan dura faena, porque no estoy acostumbrado a ella. Mira, mis manos están llenas de callos que me impiden tomar el azadón; mis pies están hinchados y con dolorosos callos en sus plantas que me impiden caminar. Mis fuerzas están agotadas, estoy hecho una piltrafa humana. Ten compasión conmigo, no me atormentes más>.
Sin embargo, el amo le contestó duramente y sin miramientos, diciendo: <Cuando hayas cumplido siete años en mi servicio satisfactoriamente, habrás cancelado la deuda y entonces quedarás libres. ¡Y ahora a trabajar!>.
Y el hijo regalón, entre súplicas y lágrimas respondió: <A duras penas pude soportar estos siete días y ya estoy abatido y sin fuerzas por la fatiga del desacostumbrado trabajo. Ten piedad de mí; mis manos están llenas de callos sangrantes, mis pies hinchados y no me permiten andar>.
Pero el inflexible usurero, sin compasión, lo apuraba más aun diciendo: <Si siete años desperdiciaste en desenfrenadas diversiones de día y de noche, haciendo grandes deudas, ahora también debes trabajar siete años para pagar esas deudas. No te perdonaré hasta que me hayas cancelado con tu trabajo el último dracma>.
Como el verdugo amenazaba hasta con azotes y latigazos en el caso de negarse a trabajar, al hijo pródigo no le quedó otro recurso que obedecer y seguir su duro trabajo forzado.
Debido a su extrema debilidad no soportó más el duro trabajo y entonces tomó una resolución extrema, la de ir a pedir perdón a su padre y reconciliarse con él. Tambaleante llegó hasta el padre y, arrojándose a sus pies, le suplicó: <Padre mío, perdóname por última vez mis ofensas hechas contra ti. Te juro que, desde ahora, seré un hijo modelo, hijo bueno, porque reconozco mi error. Padre amado, sálvame de mis verdugos>.
Pero el severo padre nada respondía. Desconfiaba de sus promesas. Tantas que no había cumplido.
Entonces el hijo con más insistencia le suplicaba entre lágrimas amargas, diciendo: <Padre mío, no endurezcáis vuestro corazón, mirad mis callos sangrantes, de la guadaña y de la hoz. Mirad mis pies hinchados con duros callos; compadeceos de vuestro hijo arrepentido>.
Esta sincera súplica de su hijo ablandó el corazón del padre. Sus ojos se humedecieron de dulces lágrimas de alegría y levantando a su hijo, lo abrazó tiernamente diciendo: <Regocijémonos, porque me has traído hoy una gran alegría, he encontrado a mi querido hijo que se había perdido>.
Y vistió a su hijo con sus mejores galas y todo el día hubo fiesta y reinaba gran alegría en la casa paterna.
Al día siguiente el padre dio una bolsa de plata al hijo para que fuera a cancelar la deuda del usurero y así quedar libre de la obligación de servirle como esclavo.
Al regresar el hijo, le dijo su padre: <ves, hijo mío, qué fácil es incurrir en deudas durante siete años, viviendo una vida licenciosas y deshonesta; y qué difícil es cancelar esta deuda con el trabajo personal durante siete años de trabajos forzados>.
<Es cierto, padre mío, porque a duras penas y sólo durante siete días pude soportar tan pesadas faenas>.
<Hijo mío, por esta sola y última vez he permitido pagar tu deuda en solo siete días, en vez de pagar tú, durante siente años. El resto te he perdonado, a condición de que dejes para siempre la vida licenciosa y no contraigas más deudas>.
Y el Divino Maestro siguió diciendo: En verdad os digo, sólo el padre y nadie más puede perdonar los pecados de sus hijos y siempre que ellos, con profundo arrepentimiento y remordimiento por haber pecado, le pidan perdón haciendo actos de contrición en su corazón y tomen el firme propósito de no reincidir en el vicio.
<Hijo mío, dijo el padre, si yo no te perdonara habrías sido obligado a trabajar duramente en trabajos forzados como esclavo durante siete años, según manda la ley>.
Respondió el hijo: <Padre mío, te agradezco profundamente tu buen corazón al perdonarme, y te prometo ser, en el futuro, un buen hijo modelo, respetuoso de tus mandamientos. Nunca más incurriré en deudas, ya que he probado en carne propia, cuán difícil es pagarlas>.
Y el hijo cumplió con sus buenos propósitos, pues dejó sus vicios y se dedicó de lleno a ayudar a su padre en sus obras y faenas de campo.
Y cuando el padre vio que su hijo cumplía ampliamente la solemne promesa y se portaba como un buen hijo durante numerosos años, haciendo prosperar la hacienda, se la entregó en heredad, con todas sus tierras, herramientas, casas y animales.
Y cuando el hijo, ya dueño de la hacienda, revisaba las cuentas pendientes de los deudores, las perdonaba a aquellos que no podían pagarlas, pues, recordaba que, también a él, le había sido perdonada una deuda cuando no la podía pagar.
Y tal como el padre carnal, así también el Padre Celestial bendijo a este buen hijo, concediéndole una larga vida, una buena salud, una digna esposa, muchos y buenos hijos y una abundante fortuna, gozando de una paz inefable y de felicidad hasta una avanzada vejez y todo esto, como premio por haberse regenerado y por el buen trato que daba a su personal, a sus animales y hasta a las avecillas del cielo.

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